Helado de fresa



     Se derretía, su rostro se derretía, ya no era aquel, aquel de un día en que un helado y una uña roja aparecieron. Todo comenzó con un vendaval de fotos, la última de ellas: un helado de fresa y una uña roja,

                                                                                  pertenecían a una mano 
                                                                                                  pertenecían a un brazo
                                                                                                            pertenecían a un cuerpo
                                                                                                                        pertenecían a Manuela. 

     Poco después le regaló una cámara de esas que hacían fotos chiquitas. Manuela fue la primera, tal vez la última. Se había ido hacía unos días, cuatro, seis, dieciocho, quién sabe, eran como los de un confinamiento en estado de alarma: extraños, erráticos, repetitivos, desmesuradamente larrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrgos.

     El fin del principio fue en el puesto de helados de aquella playa de los comienzos. Conocía su temor a envejecer por eso no le extrañó que chispas solidificadas brotaran de sus manos cuando aquel chico tan joven le dio un cucurucho tras recomendarle el de dulce de leche, se acabó la fresa como sabor favorito. Él brotaba de vida por todos sus poros sin apenas pretenderlo, ella había sido así antes de... no serlo. Manuela ya no era una pipiola, pero no importaba, era una de esas mujeres que ves y admiras,  atemporal como ese libro que amas, ese que te marcó y que relees continuamente. Le gustaba su sonriza, sus rizos en los que sólo querías envolverte y permanecer, quedarte ahí a pasar los inviernos que llegaran. 
     No quería ser injusta pese al desamor y a la rotura de fibras cardíacas, ella era la que se lo había cargado todo. Se hubiera quedado pese a haberse convertido en un ente semicrudo, pelín maloliente, apenas apetecible, si continuara siendo ella.
No lo sabía todo, pero lo sospechaba, había un algo  que merodeaba en las últimas semanas antes de dejarla, un algo feroz que escondía bajo la alfombra en cuanto Manu entraba en casa, un algo tan evidente que se reflejaba en una voz que ya no era la suya, que no aportaba información sobre su ocupante. Una voz rosa, miasmática, era una de las razones de la huida. No la culpaba, ni ella se reconocía en esa maraña recién instalada.
    Se había evidenciado la distancia cuando ella abandonó, cuando dejó de escribir con su prosa extraña, que te catapultaba a lugares infinitos, desiertos, periféricos, incómodos. Había cambiado su voz por las procelosa aguas, las luces mortecinas, los profundos abismos. Se lo había mencionado como de pasada en aquella exposición.
 - ¿Sabes, Lu, no te leo en estos versos? - Ya, pero mira cuanta gente ha venido - le respondió - en la bruma opiácea de una sala llena de gente - .

Y esa misma noche, cuando se fue a dormir sucedió.

Después fue fácil entrar rápido en un bar: dos cervezas del tirón, spray mentolado, Halls extra fuertes y té moruno.
Al principio controló, se mantuvo, pero se iba derritiendo, algún día dejó de ducharse. Recordaba su gesto como conteniendo la respiración, una levísima mueca de asco tras besarla, un desencanto moviéndose en la mirada.
Su escritura seguía desplomándose, no podía decir que era suya esa voz vaporizada en libritos de amor, no podía hablar de lo importante, de lo que estaba perdiendo, de la desescalada en su amor propio. Escribía con seudónimo, imponiendo una lejanía entre su yo y las palabras, eran las de Eneri Relda no las suyas. Escribir como antes, cuando la quería, con aquella envoltura promiscua, provocadora, a ratos esperanzada y bella ya no le latía. La dejadez era su nueva normalidad, dejando muescas en todas sus acciones. Aquella esencia vaqueril- camisetas de algodón, onitsukas Bruce Lee - que olía a lluvia y a limoncillo se había disipado; ahora su olor era impreciso, un pellizco enmascarado y turbio.

Irse de casa, se iría antes de  que Manu volviera a por sus cosas, tal vez dejar una nota. Parar por el camino, bocadillo de jamón, cerezas, dos botellas de Anís del Mono, hacía años que no lo probaba, sólo lo usaba para las rosquillas que tanto le gustaban. Pensaría en ella cuando se las bebiera, cuando su amor se derritiera convirtiéndose en pegajoso y distinto, cuando comenzara a descender o a subir hacia los profundos abismos.


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Silvi Lameiro


Entrada escrita el 22 de mayo de 2020, como respuesta al reto de Maria João Matos, compañera de 
A cuatro voces, libro de relatos ilustrado. https://www.facebook.com/acuatrovoceslibro/
Foto: Maria João Matos.

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