Romance oscuro



Decidió pintar a los animales de negro obtuso y tapizar los cielos de pasas de corinto, si bien las pasas habían dejado de ser las favoritas reseñables cuando aparecieron los arándanos deshidratados; su sabor dejó de tenerse en cuenta, un sabor muy manido y puestos a que pareciera que los bizcochos, el arroz con leche o el cuscús tuviesen bichos, siempre resultaba más apetecible la pegajosidad del rojo. Esquivó al amanecer con todos los refranes que le colapsaban las arterias, el colesterol no existía, nadie lo había visto, tal vez un microscopio o una investigadora, pero los refranes salían a cada segundo, incluso en el mismo, de bocas totalmente dispares y alejadas en el planeta. Salpicaban todo con su frondosidad y así se encontraba una cobijada en la buena sombra mientras no corría ni volaba y dios no le ayudaba porque pese a repetirle el refrán muchas veces su padre, a ella no le funcionaba puesto que era atea y además no era madrugadora, no por pereza sino porque era vigilante nocturna y ahí el concepto de madrugar se diluía o se juntaba con la clase de Taekwondo que aunque no hubiese dormido en toda la puta noche iba de reenganche y cuando se echaba a dormir era la una de la tarde y ya se había perdido el día porque dormía hasta las ocho y entre la ducha, la cena, el café y cuatro cosas tontas, llegaba de nuevo la hora del curro.

Ella vivía una vida al revés, del revés o cuando menos distinta, su marido y sus hijos le parecían extras en su película, que se hacían con un papel claramente protagonista y quejoso los sábados en los que no le tocaba trabajar. Los veía pululando a su alrededor y hablándole como si realmente formasen parte de su misma existencia.

La única persona que le parecía real era el farmacéutico, últimamente más porque la realidad de la carne en que habían incurrido lo volvía más verídico. Tan real casi, como una tecnología en 4D ¡Tanta veracidad portaba el farmacéutico con él! Se habían conocido cuando ella comenzó a comprarle Thrombocid y apósitos para callos, estos le crecían de manera desmesurada desde que hacía dos años había encontrado aquel empleo de vigilante nocturna y sus meñiques del pie parecían los brazos de Popeye, sus antes poco pronunciados montículos se habían convertido en el Annapurna.

La pasión arrolladora, el tópico se queda aquí a la altura de un gnomo, porque la pasión del farmacéutico (Demetrio) y la vigilante (Albahaca) se retorcía y crecía de manera inusitadamente feroz, como los callos, en aquella rebotica con olor a melisa, limón y analgésicos o en los cuartos de baño del lugar de trabajo de él (con olor a lejía con detergente, variedad pino). Sus  vidas paralelas, fuera del mundo corriente, los unían todavía más. Se plantearon en el vórtice de la pasión y del crecimiento de los callos, vivir juntos y dejar a sus familias atrás, pero eso sería mentirse a sí mismos y aunque ocultaban hechos no creían engañar nadie puesto que para los otros su vida nocturna era una desaparición del mundo de varias horas y para ellos lo era todo.

Un día Demetrio le regaló a Albahaca un vale para cinco visitas a la podóloga más chic  de la ciudad y en ese momento decidieron y se lo comunicaron sin una sola palabra que ese amor suyo era territorio de la noche, de la irrealidad y de la verdad que palpita y se asoma y es verdadera sin que nadie lo sepa y así continuó su romance siempre on fire hasta que un año, un mes, un día, una hora, un minuto y un segundo después cambiaron sus turnos a horas diurnas y sus cotidianidades siguieron por cauces matutinos y regulares dejando atrás los incendios nocturnos. Sus vidas cobraron día.

 Silvi Lameiro


Entrada publicada en la penumbra de un blog el 3 de Mayo de 2019.



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